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Capitolo 4
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El gran engaño
«No viste nada en Hiroshima»
Capitolo 4: El gran engaño

«No viste nada en Hiroshima»

Cada vez más a menudo también las ritualidades del arte se anclan en las necesidades del ecologismo. La mayor familiaridad de los artistas, respecto a los economistas, con las consecuencias indeseadas de las propias elecciones quizá logrará superar el límite, ya inadmisible, de las meras buenas intenciones

Leonardo Previ

Quienquiera que atribuya a la especie humana alguna responsabilidad sobre las condiciones del planeta cae en la trampa de la responsabilidad personal: «¿Qué hago yo para salvar la Tierra?». En nuestra cultura, la cultura democrática europea, que ha sobrevivido a la aniquilación esperada por los totalitarismos del siglo xx gracias a la providencial intervención del ejército angloamericano, y por ello constantemente expuesta al regreso de la amenaza antidemocrática, la cual es necesario tener presente en cuanto se evoca cualquier responsabilidad personal, el sistema educativo se ha encargado de subrayar el peso de esta pregunta. Solemos afrontar el tema de la responsabilidad personal a través de los instrumentos que nos ofrece la racionalidad lógico-cognitiva de la que se sirve quienquiera que escriba con el objetivo de argumentar (es decir, yo) y quienquiera que lea con la finalidad de comprender o rebatir (es decir, tú). Estos instrumentos funcionan bien porque abarcan todo el espectro de la elección: alrededor de los extremos, acción y omisión, se desarrolla todo lo que podemos decidir hacer o no hacer cuando tratamos de asumirnos la responsabilidad ecologista.

Este territorio está muy concurrido y goza de buena prensa. La preocupación por la supervivencia del planeta ha superado las fronteras de las disciplinas académicas (normalmente vigiladas por tutores del orden universitario fusil en ristre y defendidas por los perros guardianes de los colegios profesionales), hasta tal punto que hoy en día es imposible atreverse a decir algo sin mencionar la sostenibilidad, una palabra que se ha convertido en irrefutable, y, de consecuencia, inútil. El mundo del arte, cuya ritualidad se ancla cada vez más de buen grado en las necesidades de la ecología, no es una excepción. Por eso no habría nada interesante que añadir a la cuestión, siempre y cuando la cuestión estuviera enfocada correctamente. Si, al contrario, sospecháramos que el marco es defectuoso, podríamos sugerir profundizar en esta dirección.

Como íbamos diciendo, cuando decidimos estamos obligados a oscilar entre la acción y su rechazo. Esta pendularidad proyectual deriva de los límites de nuestra racionalidad, estudiados con el máximo esmero por psicólogos y economistas, dos tipologías profesionales proclives a no dar mucho crédito a los artistas (excepto en el caso de ser invitados a un vernissage). De este modo, mientras nos disponemos a elegir, descubrimos que estamos obligados a hacerlo sin poseer muchas informaciones clave. Decidimos continuamente, asumiendo que nuestra intervención o nuestra omisión son la respuesta más adecuada en el contexto en que debemos decidir. He aquí el meollo de la cuestión.

Cuando estamos a punto de tomar una decisión, nos prefiguramos racionalmente, en la medida de lo posible, todo el abanico de consecuencias que nuestra actuación (o nuestra inactividad) generará sobre nosotros mismos, nuestro entorno, nuestros semejantes y el planeta entero, incluso sobre  la atmosfera terrestre y, en última instancia, sobre todo el universo. La ciencia ha afinado mucho la previsión de estos impactos, así que hoy en día es mucho más fácil para todos sospesar con fundamento las consecuencias directas e indirectas de las elecciones que realizamos lúcida y responsablemente. Pero ¿qué hay de las consecuencias involuntarias?

Cuando recapacito sobre mi responsabilidad personal con respecto al planeta, me preocupan sobre todo las consecuencias indeseadas de mis acciones; me interesa el mal que podría producir en el momento exacto en que me esfuerzo de hacer el bien. Todo discurso público relativo al planeta, a su salvación, a nuestro comportamiento sostenible, debería ir precedido de una visión compartida de la película Hiroshima mon amour, con guion de Marguerite Duras y dirección de Alain Resnais. Y esto porque, como subrayó Arthur Koestler,  la fecha más importante de la historia de la humanidad es el 6 de agosto de 1945. Dice así: «La razón es sencilla: de los albores de la conciencia hasta el 6 de agosto de 1945, el hombre tuvo que convivir con la perspectiva de su muerte como individuo; a partir del día en que la bomba atómica oscureció el sol de Hiroshima, toda la humanidad empezó a convivir con la perspectiva de la propia extinción como especie». Es difícil hablar de la temperatura del planeta sin pasar por ahí. Y es difícil pasar por ahí sin la ayuda de Duras y Resnais, porque «no viste nada de Hiroshima». No pudimos ver nada en Hiroshima, el resplandor de la bomba cegó nuestra capacidad de reconocer el poder las consecuencias involuntarias de nuestras elecciones.

Algunos años después de Hiroshima, Elizabeth Anscombe filtró aquel resplandor, logró ver y trató de pedirnos que pusiéramos más atención. Su hija lo recuerda así: «Fue en 1956, cuando la Universidad de Oxford decidió conferirle un diploma honoris causa al expresidente de los Estados Unidos Harry Truman. Precisamente el mismo que se vanagloriaba de haber ordenado el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki […] Mi madre pudo oponerse al reconocimiento. La suya no fue una simple protesta, en cuanto miembro del comité que debía legitimar el reconocimiento se hallaba en la misma posición que un miembro del Parlamento con capacidad para oponerse a la aprobación de una nueva ley […] La oposición de mi madre fue completamente inútil».

Establecer si Harry Truman fue un héroe o un criminal, si se merecía un diploma ad honorem o un juicio civil, es una cuestión muy compleja. Para enfrentarse a semejante complejidad es necesario liberarse del marco que implícitamente tomamos como referencia cuando nos hacemos la pregunta: «¿Qué hago yo para salvar la Tierra?». Las respuestas que se limiten a indicar las buenas intenciones resultan, a estas alturas, inadmisibles. Es necesario cambiar el marco en vez de entretenerse en observar el cuadro. Si queremos enfrentarnos algo más grande que nosotros como es el planeta, debemos estar dispuestos asumir el principio de la involuntariedad universal del mal. El mal ocurre casi siempre de manera involuntaria y hay que aprender a reconocerlo. Esto no excluye que el mal esté frecuentemente generado a propósito, pero disponemos de poco tiempo y no podemos perderlo comprobando esta clase de desviaciones. La prioridad es concentrar nuestros esfuerzos en la maraña profunda entre bien y mal que toda decisión genera, sin excepciones. Semejante maraña es difícil de desenredar, pero no por eso es menos decisivo hacerlo. Quizá la familiaridad de algunos artistas con las consecuencias involuntarias de sus elecciones convertirá al arte en un territorio preferible a la economía a la hora de establecer a qué hay que renunciar para que la vida en el planeta sea más equilibrada y placentera. Recuerda que no has visto nada en Hiroshima, y, sin embargo, empiezas a intuir algo.

 

Leonardo Previ

Leonardo Previ (Milán), fundó, en 1996, la empresa Trivioquadrivio. En 2003 llevó a Italia Lego® Serious Play® y, en 2014, a India la metodología de aprendizaje organizativo Mapps desarrollada por Trivioquadrivio. Fue profesor de Gestión de recursos humanos en la Universidad Católica de Milán durante diecisiete años. Autor de seis libros, en 2017 acuñó la palabra «mochilocracia», que expresa el nomadismo profesional como remedio a la creciente burocratización de las practicas organizativas (Zainocrazia, Milán, Lswr, 2018). Es gerente de sostenibilidad de Starching desde 2019. En 2020 publicó los diez episodios del podcast Legalise Complexity.