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Capitolo 2
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Ecología
El cielo se rompe
Capitolo 2: Ecología

El cielo se rompe

En la versión de progreso considerada natural en Occidente no hay espacio para la realidad alternativa. Nairobi, la selva amazónica, Porto Marghera: las luces abandonadas en el cielo nos observan desde todas partes

Nicolò Porcelluzzi

Si hubiéramos dado la Montedison por una luciérnaga, creo que yo no habría nacido. A mi abuelo, obrero de la industria química, lo convencieron a emigrar a Porto Marghera para mantener a la familia en alguna oficina de via Moscova, lo que abrió la posibilidad a nuevas ramas genealógicas. Tenía que ocuparse de una familia, que hoy en día llamaríamos heteronormativa, «seducida por las promesas del boom económico», con objetivos pequeño burgueses que habrían disgustado a Pasolini. Desde hace unos años veo algunas luciérnagas entre los setos nocturnos, en esas noches en las que se observa el cielo en busca de cometas. Y desde hace unos años puede ocurrir que vea nuevas luces en el cielo, las de los satélites Starlink, cuya red ofrece un servicio de internet de banda ancha global con conexión de baja latencia, que promete subsanar la brecha digital que separa a los países ricos de los pobres. Pero no hay que tomar al pie de la letra a los poetas, y mucho menos a los empresarios: la banda ancha habla el mismo lenguaje que otras conquistas.

Persiguiendo continuos adelantos tecnológicos, el presente desemboca más allá del umbral de la verosimilitud; se nos escapa, pero sigue reglas antiguas, esquemas afianzados. Amitav Ghosh sostiene que la mente deberá acostumbrarse a una época en la que lo improbable se propone como norma, tanto en la India donde nació como en la Nueva York en la que vive, entre inundaciones, tormentas, sequías, desmoronamientos y tornados que reformulan nuestra idea de normalidad. En The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable, una exploración de las posibilidades literarias en la confusión de la emergencia climática, Ghosh sugiere que quizá sea buena idea equiparse del sentido catastrofista que, en su opinión, siempre ha acompañado el recorrido del ser humano en la Tierra hasta cuando «la conciencia instintiva de la imprevisibilidad del planeta» fue gradualmente sustituida por un sistema de ideas que son la base de teorías científicas «como la de Lyell», el geólogo. Es decir, el gradualismo, la idea de que «la naturaleza no da saltos», un punto de no retorno en la historia del pensamiento occidental. Charles Darwin, un veinteañero que se embarca en el Beagle, recibe de regalo el primer libro de Lyell. Durante cinco años, Darwin observa y estudia el hemisferio austral, donde comprueba con sus propios ojos las intuiciones de Lyell. Como señala Elizabeth Kolbert (autora de La sexta extinción), Darwin «se vuelve más lyelliano que Lyell» y acaba por aplicar las ideas del maestro al mundo orgánico: no solo los paisajes, sino también los vivos, con el tiempo se transforman. Sin embargo, a veces desaparecen, se extinguen, porque en realidad la naturaleza sí da saltos de vez en cuando. Y en los últimos decenios parece que incluso lo haga de buen grado. No cabe duda de que estamos atravesando una sexta extinción, pero ¿quiénes somos nosotros? Al trabajo geológico y al literario los une la pulsión indagadora, la voluntad de desenredar la maraña de las cosas que sucedieron con la esperanza de que al concluir la lista de las causas y los efectos quede algo, por pequeño que sea, a lo que aferrarse. Reconstruir las premisas que han torcido los tiempos que nos ha tocado vivir, la uniformidad del horizonte futuro, es más que posible; se escriben miles de libros sobre el tema y se forman movimientos ecologistas alrededor de esta idea. Pero la realidad no responde a la lógica de la novela de misterio, sino más bien a la de la negra. Conocemos a los culpables, que suelen ser los mismos que nos dan trabajo o gestionan nuestros ahorros, y el protagonista, nosotros, es tan fiable como un miserable 12% de la población mundial: la persona blanca instruida. La persona blanca instruida se ha desperdigado por el mundo, pero su nido es el continente europeo. Solo un observador externo puede juzgar en última instancia la ideología de un progreso que se hace pasar como universal. En Al margen de Europa, Dipesh Chakrabarty (nacido en Bangladesh y criado en la India) sistematiza la crítica de la modernidad planteada por un Occidente que ha impuesto sus propias ideas de desarrollo como naturales, sin dejar espacio alguno a la modernidad alternativa que nace en otras sociedades o que ya las está modelando. Su relato, dice Chakrabarty, ha convertido la historia oficial (quizá lo haya sido siempre) en una suerte de institucionalización de la mirada europea sobre el resto del mundo; una mirada que encima se ha forjado y solidificado justo en los años en que emergía la estructura capitalista. El resto del planeta se presenta automáticamente como algo obsoleto o anacrónico, destinado a un esfuerzo teleológico, la evolución inevitable y definitiva hacia las formas de modernidad occidental. Como historiador, Chakrabarty trata de poner de relieve el relato de que el mundo es, en realidad, un canto polifónico hecho de historias locales, de voces y presentes posibles que no tienen por qué ser sacrificadas a la fuerza en el altar de un futuro único. La mirada europea, incluida mi opinión disconforme, está proyectada por una conciencia oscura que se ha multiplicado usando una violencia que no es solo teórica; como es sabido, en el curso de los siglos la empresa colonial ha sido justificada precisamente a partir de un presupuesto civilizador. Las justificaciones son historias, y las historias son paquetes de información que hoy en día se difunden por cable. En 1848 Michael Faraday publicaba un estudio sobre la formidable capacidad aislante de la gutapercha, una goma natural que, en diez años, permitiría la colocación de cables telegráficos en el fondo del océano. El 16 de agosto de 1858 la reina Victoria escribe el siguiente cable telegráfico transatlántico al presidente de los Estados Unidos de América: «La reina desea felicitar al presidente por el éxito de esta gran empresa internacional por la que nutre un gran interés. Su Majestad espera que el presidente esté de acuerdo en el hecho de que el cable eléctrico se convertirá en un vínculo adicional entre las naciones cuya amistad se basa en su interés común y la estima recíproca». La reina Victoria y el presidente Buchanan se inclinan ante un cable de gutapercha que pesa dos mil toneladas. Para producir una tonelada de látex se necesitaban novecientos mil troncos. A medida que la red telegráfica crecía, también aumentaban las inversiones en el aislante: mano de obra mal pagada trepaba a los árboles con el machete en la mano para recoger la linfa. Después, procesaban el látex (en las colonias inglesas no existían la mecatrónica ni los sindicatos) y lo enviaban a Londres. En 1883 el Palaquium gutta había prácticamente desaparecido; y con el árbol, la palabra. Quedaban los ecosistemas destruidos, los esclavos sin trabajo y los mercados desiertos. La historia de la gutapercha deja tras de sí un hilo de aquella malla de sufrimiento, desigualdad y derroche de recursos que se activa cada vez que encendemos la luz o el wifi, servicios imperceptibles que se manifiestan como espectros que traviesan las paredes. Los cables telegráficos se han sustituido por los telefónicos y a estos, en el fondo marino, se les ha unido la fibra óptica. El 97% del flujo de información a escala global discurre por el fondo del mar, donde cada día se procesan quince millones de transacciones financieras que mueven miles de millones de dólares. Cientos de cables trasatlánticos se ramifican por el planeta y dan vida al troncal de internet, su espina dorsal. Una metáfora que se repite desde hace siglos. Como nos recuerda James Gleick en su libro La información, los sistemas telegráficos se compararon inmediatamente con los biológicos: «Los cables come las fibras nerviosas, la nación (o la Tierra entera) come el cuerpo humano. […] Los anatomistas que examinaban las fibras nerviosas se preguntaban si estaban aisladas con una versión orgánica de la gutapercha». Walt Whitman, en cambio, prefirió el corazón que el cerebro. En 1860 canta al primer cable trasatlántico en Hojas de hierba: «¿Qué murmullos son éstos, oh tierras, que corren delante vuestro y por debajo de los mares? ¿Acaso unen a las universas naciones? ¿Tendrá toda la Tierra una sola alma?».

Durante casi dos siglos, las universas naciones solo fueron un puñado. Al igual que en la revolución telegráfica, los primeros canales que se reforzaron fueron los que unían Occidente con Occidente. Keller Easterling escribe a principios del siglo XXI: «África oriental, una de las regiones más pobladas del mundo, no poseía conexión submarina de fibra óptica y solo tenía acceso al 1% de la capacidad de banda ancha mundial». En Kenia, hasta 2009, el megabit al segundo prácticamente superaba cuarenta veces el precio medio global. ¿Cómo ha sido posible? «El advenimiento del satélite en los años sesenta y setenta coincidió con la emersión de muchos países en vías de desarrollo y fue percibido como una manera de saltarse los monopolios infraestructurales y las jerarquías de los países industrializados, con red aérea. Sin embargo, algunas de estas proyecciones futuristas de la coexistencia de un mundo completamente modernizado con un paisaje pastoril incontaminado naufragaron en la conocida como última milla, allí donde las redes fijas deberían haber suministrado el complemento necesario a la señal satelital. El dispositivo receptor tenía que ser alimentado, y, a falta de redes auxiliares adecuadas, fue necesario crear enclaves —zonas comerciales o industriales  cerradas que atrajeran la inversión extranjera— a los que hacer llegar la red de transportes, la eléctrica y la de banda ancha». En el imaginario colectivo, la escenografía de la historia colonial es un zafarrancho de naves, puertos y caravanas. En el siglo xx las modalidades de invasión experimentaron transformaciones irreversibles, hasta transparentarse en las ondas de radio trocadas por las máquinas catasterizadas, luces pulsantes que se confunden con las estelares. En los años sesenta y setenta, el Summer Institute of Linguistics (SIL), una de las principales organizaciones misioneras evangélicas norteamericanas, aterriza en la selva amazónica. En la posguerra, sobre todo en los años setenta, el SIL se ocupa de instalar la tristemente famosa última milla gracias al interés de sus patrocinadores, la Central Intelligence Agency (CIA) y la United States Agency for International Development (USAID). La misión del SIL, recuerdan Ursula Biemann y Paulo Tavares en el proyecto Selva jurídica, fue «pacificar y civilizar» a las poblaciones autóctonas en muchas latitudes, de Guatemala a Vietnam. Otros, más técnicos, lo llamarían contención de la oposición e integración en la estructura capitalista. Para realizar estos objetivos la estrategia se debía explicitar en un espacio inhóspito y adverso. Nacen entonces, en los meandros de la selva amazónica, ciudades de frontera que se llaman Shell, como la industria que las hace posibles. En Shell, la heterogénesis de los fines de misioneros, ejército e industria petrolífera ha trabajado durante decenios hasta la última milla recurriendo a una forma de violencia aumentada, capaz de unir todo el saber de la tradición colonialista con la explotación de nuevas tecnologías. El trabajo indivisible de satélites y señales de radio ha identificado al Uno de la selva, indivisible desde la noche de los tiempos, para proceder a su fragmentación, cuantificación y reelaboración.En definitiva, la alianza entre evangelización e industria de los combustibles se implanta en un territorio ocupado desde hace siglos por el cultivo extensivo, un proceso que, a lo largo del tiempo, se ha articulado según líneas específicas y no generalizables; pero algo que no ha cambiado es la aplicación ciega de conocimientos e instrumentos ensamblados en Occidente. En Europa nace la visión euclidea del planeta, una Tierra dividida en porciones, y por lo tanto susceptible de ser racionalizada (según la razón-cálculo y la ración-porción), una Tierra medible y explotable. Entre las muchas alternativas al nombre Antropoceno, es sabido que también existe la de Plantationoceno, esto es, la época geológica producida por la fuerza imperialista, que mezcla hombres y continentes, virus y dinero, animales alóctonos y regímenes dictatoriales. La antítesis radical de la visión extractivista es la que, en los albores de la antropología, se definió como «primitiva», un sistema de relaciones sociales y políticas que rechaza el concepto cartesiano y reduccionista del tiempo, es decir, medible; una simbiosis con la biosfera que se encomienda a la reiteración de los ciclos naturales, concepto que, en manos del hombre blanco, no es más que palabrería. Seguramente no es el mundo en el que he crecido y que, rodeado de libros, me ha protegido, por coyunturas y genealogías; no es el mundo de los Vargas. He aquí el testimonio de Sabino Gualinga, recogido el 6 de julio de 2011 en la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el ámbito de una controversia interpuesta por la población indígena kichwa de sarayaku contra el estado de Ecuador: «En un sitio que se llama Pingullo, eran las tierras del señor Cesar Vargas, ahí existía con sus árboles ahí estaba tejido como hilos la forma en que él podía curar, cuando derrumbaron este árbol de Lispungo[1] le causaron mucha tristeza. […] Cuando derrumbaron ese árbol grande de Lispungo que él tenía como hilos se entristeció muchísimo y murió su esposa y después murió él, también murió un hijo, después el otro hijo y ahora solo quedan dos hijas mujeres». En las ciudades del progreso, los árboles acaban siendo un obstáculo ornamental; en las sociedades precoloniales son manifestaciones del genius loci, antepasados, seres conscientes, árbitros del destino de un pueblo. A unas horas de avión de la familia Vargas, en la misma selva amazónica en curso de atomización, el pueblo yanomami trata de sobrevivir. Davi Kopenawa, chamán portavoz de los yanomamis de Brasil, escribió, en colaboración con el antropólogo Bruce Albert, La chute du ciel, un libro que ha abierto el diálogo hasta entonces inexistente entre su cultura (el idioma yanomami, la vida espiritual, el sistema de valores) y la del hombre blanco. Así se pronuncia acerca de esta historia de masacres, mutilaciones y epidemias: «¡No queremos arrancar los minerales de la tierra, ni que sus humos de epidemia nos envuelvan! Queremos que la selva siga siendo silenciosa y que el cielo permanezca claro para ver las estrellas cuando cae la noche. […] Si nuestro soplo de vida se interrumpe, la selva se quedará vacía y muda. Entonces nuestros espectros alcanzarán a los muchos que ya viven a lomos del cielo. Y el cielo, enfermo como nosotros por culpa de los humos de los blancos, gemirá y empezará a romperse». El cielo sufre, el cielo se cae. El progreso ha transformado la Tierra y el cielo, donde los satélites se iluminan en hileras que imitan a las estrellas. Un día, ellos también caerán.

[1] El personal de la Compañía General de Combustibles, CGC, empresa petrolífera argentina. (N. de la R.)

Nicolò Porcelluzzi

Nicolò Porcelluzzi es editor del il Tascabile (Treccani). Ha escrito artículos para Internazionale y otras revistas. Es autor, con Matteo De Giuli, de Medusa. Storie dalla fine del mondo (per come lo conosciamo), Roma, Nero editions, 2021.